Bioética | Julio
Por Dr. Carlos Echeverría, médico en Cardiología HLS e integrante del CEA.
¡Hola! Los invitamos a reflexionar sobre el complejo y desafiante escenario de la muerte del niño portador de una condición clínica fuera de todo alcance terapéutico. ¿Qué ocurre con nosotros como médicos?, ¿cómo podemos apoyar al paciente y su familia en este difícil trance?, ¿cuáles son las enseñanzas de vida?, ¿qué significa “buen morir”? En su conmovedor relato, nos transporta al aprendizaje y el crecimiento personal y profesional.
A su vez, Antonieta Rodríguez, paciente, escritora, miembro correspondiente de la Academia Chilena de La Lengua, hija ilustre de Puerto Montt, nos regala un poema titulado “Amo a Puerto Montt” de su último libro “Sentada al borde de la noche”.
La muerte en un niño desde la visión de un medico de Cuidados Paliativos
Dra. Olga Núñez, pediatra Cuidados Paliativos y presidenta del CEA HLS.
“La muerte nos enseña a vivir, y vivir nos enseña a morir”
Dra. Elisabeth Kübler-Ross
La muerte en niños plantea desafíos únicos desde el punto de vista ético. Los niños son considerados especialmente vulnerables debido a su dependencia de los adultos (padres o cuidadores) para la atención y la toma de decisiones, especialmente cuando existe un diagnóstico de una enfermedad grave o limitante de la vida, donde ya no hay alternativas curativas a su condición.
Es por eso que los cuidados paliativos desempeñan un papel crucial, en estas familias y sus hijos, dado que se centran en aliviar el sufrimiento del niño, brindar apoyo emocional y físico tanto al niño como a su familia, durante el proceso de enfermedad y hasta el fallecimiento.
De forma personal esta historia comenzó hace 13 años, en la unidad de Oncología pediátrica en el hospital donde me formé como pediatra. Fue allí donde realmente me di cuenta de que los niños también fallecían y que podían sufrir ellos y sus familias durante el proceso.
Allí vi cómo, mientras había un pequeño en fin de vida, todos los corazones se unían en uno solo, lloraban, sufrían y vivían el duelo en compañía de la madre y la familia. Allí sentí como hasta el aire se sentía denso y la luz dejaba de brillar en pleno día soleado.
Se llamaba Jhon, tenía 6 años, lo conocí en mi primer año de beca, lo recibí el día que le dijeron que estaba enfermo y que tenía cáncer. Durante los 2 años que compartimos casi dos veces por semana mientras estaba hospitalizado, no recuerdo haberlo visto triste. Siempre sonreía, corriendo por los largos pasillos del hospital gritando en su idioma infantil “DOTORAAAAA”, mientras se lanzaba a mis brazos con picardía.
El tratamiento pudo darle 2 años más de vida, de buena calidad de vida, pero no fue suficiente para curarlo y se fue apagando en la cama del hospital, junto a su maravillosa madre. Fue perdiendo la conciencia y, su corazón, sus órganos fueron fallando poco a poco. Sin embargo, no tuvo dolor, estaba como dormido, en paz, con su mama a su lado día y noche, hablándole, acariciándolo, sollozando algunas veces.
Esa tarde, estaba de turno y ya sabíamos que faltaba poco para su partida. Me senté junto a su mamá a su lado, nos despedimos, lo besamos, hasta cantamos, y su corazón dejó de latir.
No pude contener la pena, las lágrimas salían a borbotones. Su mamá me abrazó y me susurró con voz apacible: “tranquila doctora, gracias. Tú nos recibiste el primer día de este largo camino y estuviste aquí para él, hasta el día de su muerte.”
Ese día entendí lo que significa el acompañamiento. Entendí que no “luchamos” contra la muerte, que esa decisión no nos corresponde, que la muerte forma parte de la vida, y que es lo único seguro que tenemos.
Con el tiempo, y al seguir acompañado a más familias por este camino tan difícil y doloroso, sigo aprendiendo, que no debemos huir de ese momento, que el miedo no debe paralizarnos, que hay que vivirlo con todos los matices e intensidades y que hay tiempo para llorar y sufrir.
Que también es importante como murieron: sin dolor, en compañía de sus padres, de sus hermanos, en su cama o por lo menos con sus juguetes más queridos, en brazos de mamá o escuchando una canción especial. En fin, en paz.
Quedará en el recuerdo de los que quedan como fueron esas horas, y será de mucha ayuda en el largo viaje del duelo. Es tan importante acompañar este proceso, como cuando todavía tenemos alternativas curativas. Son importantes el vínculo, la persona, el proceso y el fin, y por demás importante la comunicación.
De su libro “Los Niños y la Muerte” de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, reseña una nota de un adolescente con una enfermedad terminal, que hablaba abiertamente con su familia de la muerte, sus temores, sus deseos para su proceso de transición, y dejo esta nota a sus padres el día de su fallecimiento:
Ha llegado el momento, Mi trabajo ha terminado,
Ahora es la hora de otro trabajo.
Las puertas se abrirán, se abrirán pronto.
Ahora me iré. Nos veremos pronto.
El tiempo, el tiempo nunca se detiene, tiempo eterno,
El amor es eterno, para siempre amor, siempre los querré. Mike
No solo nos confronta con nuestra propia concepción de la muerte, como seres humanos, sino también de la vida, de lo verdaderamente importante o valioso, del miedo y del amor, por nuestras propias familias, hijos, padres, amigos.
Creo que estar cerca de la muerte a través de mis pacientes y sus familias, te acerca a la vida, te acerca a la fe, y a la esperanza, te acerca a la eternidad.
¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu?
¿A dónde podría huir de tu presencia?
Si subiera al cielo, allí estás tú;
si tendiera mi lecho en el fondo del abismo,
también estás allí. Salmo 139:7-8
Amo a Puerto Montt
Antonieta Rodríguez, paciente, escritora, miembro correspondiente de la Academia Chilena de La Lengua, hija ilustre de Puerto Montt.
Lo quisiera cuando haya muerto: no deseo nacer en otra parte y no por patriotismo se ama a un puerto.
Silvana Ocampo
Amo a Puerto Montt con sus calles cortas y mojadas, los rieles del tren que ya no existen, los barcos que se acercan a su costa, sus cerros bajos mordidos de invierno, su aire marinero, su lluvia horizontal, el sol solemne y bueno de los días despejados.
Amo las casas anteriores al terremoto del 60, los ciruelillos que hacen la primavera, las pocas estrellas fugaces de las constelaciones sus cuatro colinas, Melipulli.
Amo el bullicio del puerto, el silencio polar el pitazo del crucero que se va a las cinco y media del verano.
Amo las calles Urmeneta y Pedro Montt
Benavente, Balmaceda y Quillota Chorrillos, Miraflores, Angelmó
La fría sonrisa de los ulmos en otoño, el sabor a pequeña provincia de mi barrio, toda la alquimia del agua del canal de Tenglo, la casa de tres pisos de hormigón armado en la esquina de Guillermo Gallardo y Varas 01 todas las casas que han muerto ya como sus habitar y esa cuesta larga para subir y bajar en bicicleta.
Amo la costanera que se quebró con el mar.
Veo el verde-óxido de las piedras,
sufro con el olor desagradable de la harina de pescad me duelen las escaleras sucias y las veredas rotas, añoro los bosques antiguos.
Puerto Montt, es mi amanecer, mi medianoche, mi libro favorito, mi punta de rieles, mi aeropuerto.
Y a pesar de los misterios dolorosos amo a Puerto Montt.